Una vida parqueada: 19 años desafiando la calle y el olvido



Por: Carol G. Martínez Medina 

A las cinco de la mañana, cuando el asfalto aún conserva el frío de la noche, Leidy Antonia García Martínez ya está de pie. Tiene 42 años, pero su cuerpo parece labrado por el tiempo y las batallas. Su voz baja se quiebra a ratos, como si sollozara por dentro. Seca sus lágrimas con la punta de los dedos antes de que toquen su mejilla; no quiere que nada de su ser caiga, ni que la vean caer.

Desde hace 19 años trabaja como parqueadora. De esos, lleva ocho en la avenida Dr. Héctor Homero Hernández, un rincón ruidoso de Santo Domingo donde el bullicio de personas que trabajan en oficinas de ministerios gubernamentales e instituciones privadas se mezcla con la prisa cotidiana. Pero su historia no comenzó allí.

Mucho antes, Leidy vivía en una relación que prometía estabilidad, pero que terminó convirtiéndose en una experiencia marcada por el maltrato físico, emocional y económico. Fue su expareja quien la llevó a esa esquina, como quien traslada un objeto incómodo.

—"Me puso aquí. Desde ahí empecé a sufrir maltrato, y todavía lo siento… ha sido terrible", dice bajando la mirada, pero no con vergüenza.

Con los años, vivió situaciones aún más duras. Estuvo presa injustamente por problemas que, asegura, no eran suyos.

—"Yo hice tres días de cárcel y eché par de pleitos aquí", confiesa en voz baja, como si se quisiera romper por dentro. 

Hace un año terminó definitivamente con esa relación. Desde entonces ha estado sola, y aunque la libertad le dio un respiro, también trajo amenazas, miedo, y el riesgo de perder el único espacio que le permite subsistir.

Leidy es madre soltera de tres hijas y ya tiene nietos. Una de sus hijas logró graduarse y hoy trabaja en un colegio privado. Las otras, como ella, no pudieron terminar sus estudios.

—"Yo deseo algo mejor para mis hijas… no quiero que repitan mi amargada experiencia. Pero, imagínese, yo soy invisible cuando pido ayuda, y más por cómo me veo... la gente piensa a veces lo peor de mí y eso me duele durísimo, aquí en mi corazón, y también porque le doy mente".

Ha hecho de todo: cocinera, doméstica, limpiadora. Pero fue entre carros, sol, polvo y a veces insultos, donde encontró una forma inesperada de libertad.

—"Aquí me siento libre, parece extraño, pero es así", dice, mirando hacia el horizonte que dibujan los ministerios y el estadio Quisqueya. "Los que trabajan por aquí me conocen, y yo les agradezco… saben quién soy debajo de esta ropa".


Entre las esquinas que bordean estas zonas mencionadas, es una figura reconocida como la parqueadora. Sin salario fijo ni derechos laborales, vive de lo que la gente le ofrece.

—"Antes yo ganaba unos 3,000 pesos cada quince días… ahora, con suerte, llego con el pasaje y la cena", confiesa.

Sus ojos brillan al hablar de pequeñas cosas que otros descartarían.

—"A veces me dan cincuenta pesos y digo: ¡Wao, papá Dios gracias!" persignándose lo relata. 

El entorno es duro, pero la calle también le ha enseñado a resignificar su vida. Afirma que todo el mundo llega con un propósito a esta altura de juego, cree que el de ella es el sufrimiento de ser mujer. 

Con el paso del tiempo aprendió a protegerse. Su ropa no solo abriga, también la defiende.

—"No puedo venir vestida de cualquier forma, la ropa me da respeto. La gente me identifica de una vez". Visiblemente tiene chaleco reflector como si perteneciera a los agentes de tránsito. 

Cuando el semáforo cambia de color y el flujo de autos la envuelve, Leidy se mueve al ritmo de bocinas y luces intermitentes. El calor del sol sobre su rostro, el zumbido de los motores, el polvo en la piel y el vaivén de cada jornada de lunes a viernes le recuerdan que, aunque no tenga un título o salario fijo, tiene algo más valioso: resistencia.

—"Este es mi espacio, mi refugio. Aquí no soy solo una mujer parqueadora; soy alguien que pelea por mantenerse de pie, aunque le digan que la dignidad depende del dinero... yo ni sé qué significa dignidad", dice, estallando en una carcajada.

Su madre la visita de vez en cuando. Sentada en una silla, parece como si cuidara la espalda de su hija. Nunca la ha abandonado.

—"Mi madre lo es todo. Y mis hijas...".

La calle te cambia, dice.

—"A veces me pregunto si lo que he hecho ha estado bien, mal o qué…", reflexiona mientras observa el panorama: el sol, los carros, el bullicio... Todo es parte de su vida. 

Pero también lo son las pequeñas victorias, que, aunque pocas, se convierten en un alivio que en momentos desconectan la tristeza que llevan y la vuelven en alegría.

Y sí, Leidy exige respeto, aunque a veces no lo reciba. 

Su historia es solo una entre miles, como la de muchas mujeres dominicanas que enfrentan una realidad marcada por la pobreza, la informalidad y la violencia. 

Pero ella no es un número; es una historia que se siente en la piel con la dureza de su lucha, que se ve en la firmeza de su mirada, en su voz cargada de experiencias, en el esfuerzo del día a día y en cada paso que da, en la vida que llama asfalto.

—"No sé por qué me hacen esta entrevista. De forma sorpresiva pregunta a quien la entrevista, seguida de sus consideraciones. Vieja, mira, yo no soy doctora, ni maestra… tampoco persona de alta sociedad. Soy solo yo, la parqueadora. 

….Pero gracias por contar mi historia, al menos una parte, porque la otra, esa que me hizo así como soy ahora, es mejor ni recordarla", concluye, mirando al suelo. 

Luego respira hondo y vuelve a sonreír, como si se perdonara a sí misma por todo lo que le ha tocado cargar.

Leidy no pide compasión. Ella, exige visibilidad. Porque, aunque su vida parezca detenida, cada día le demuestra que sus pasos no han dejado de avanzar.

—"Yo no estudié, pero he enseñado a mis hijas a no rendirse. 

Mientras yo tenga fuerzas, yo sigo aquí. Porque nadie me va a quitar mi lugar ni de parqueadora ni como mujer de trabajo". Concluye sonriendo. 


Una lucha que no es solo suya

El relato de Leidy se inscribe en una problemática estructural que afecta a miles de mujeres en República Dominicana. Según la Oficina Nacional de Estadística (ONE), el 37.5% de los hogares del país están liderados por mujeres, una tendencia en aumento desde los años 80.

Esta realidad está estrechamente vinculada a la vulnerabilidad económica. En el primer trimestre de 2024, la tasa de pobreza monetaria en mujeres fue del 19.6%, frente al 18.3% en hombres. La informalidad laboral sigue siendo una barrera crítica: más de la mitad de las trabajadoras dominicanas (54.8% en 2024) no cuentan con estabilidad ni derechos laborales, aunque representa una leve mejora respecto al 56.8% del año anterior.

La desigualdad también se refleja en los ingresos. Un estudio del Banco Mundial revela que las mujeres ganan, en promedio, un 27% menos que los hombres en puestos similares. 

Esta brecha económica se suma a otro drama persistente: la violencia de género, de acuerdo con la Encuesta Experimental sobre la Situación de las Mujeres (ENESIM-2018), publicada por la ONE, dos de cada tres mujeres en República Dominicana han experimentado algún tipo de violencia a lo largo de su vida.

En este contexto, la historia de Leidy no es una excepción: es el reflejo vivo de una lucha cotidiana en un país donde muchas mujeres cargan solas con el peso de la pobreza, la desigualdad y la invisibilidad.


Elreporteroweb.com

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